El nacionalismo según Jorge Abelardo Ramos

En estos tiempos, donde los discursos de derecha se relacionan, equivocadamente, al nacionalismo. Desde Mundo Sur FM, rescatamos un texto de Jorge Abelardo Ramos, donde echa un poco de luz sobre el “nacionalismo”.

En palabras de “el Colorado” Ramos: “El nuevo capítulo está por escribirse. Cuando se escriba dirá, sin duda, que en un país que aún no se ha librado del imperialismo no puede haber otro nacionalismo que no sea popular ni otra izquierda que no se defina como nacional”.

El texto fue publicado originalmente en la revista Dinamis, perteneciente al Sindicato de Luz y Fuerza, Buenos Aires, 1966, y luego incluido en “El marxismo de Indias”, Planeta, Barcelona, 1973.

Los nacionalistas

La palabra “nacionalista” recién aparece en la prensa política hacia el fin de la segunda presidencia de Hipólito Yrigoyen. Adquiere su más plena difusión en la Década Infame. Antes de esa fecha el nacionalismo no existía como movimiento ideológico si se considera como algo singular y fuera de serie al periódico La Voz Nacional, que financiaban en 1926 una condesa italiana y un mutilado de guerra, también peninsular.

Habían aparecido, sin duda, algunos grupos “patrióticos” hacia 1909. Eran las patotas de “indios bien” que reñían en Lo de Hansen con los grupos de extramuros o se propasaban con las señoras en la calle Florida. Los “indios bien” fueron arrancados de sus calaveradas en el Kiosco de Palermo o en el café concierto del Gato Negro para formar las bandas “patrióticas” que asaltaron, tirotearon e incendiaron los sindicatos obreros de Buenos Aires. Valieron para esta actividad inesperada los buenos oficios del Barón Demarchi durante la primera Semana Trágica.

Volvieron a salir los “indios bien”, bajo la inspiración de Joaquín de Anchorena, en 1919; la capital presenció entonces “pogroms” antisemitas, y las legiones de la juventud patriótica fueron adiestradas por el almirante Domecq García en el Centro Naval, en Florida y Córdoba.

Pero era un patriotismo “social”, no “nacional”. Se dirigía contra los extranjeros pobres, no contra los extranjeros ricos, que generalmente eran los amos de la República. Las bandas patrióticas no volcaron su cólera sobre el dominio británico en el país ni contra los rubicundos gerentes ingleses de los ferrocarriles, que vivían en sus fincas soleadas de Hurlingham y que eran “gente bien”. “Rusos” y “gringos” pertenecían a la clase de los que trabajaban. Tales fueron los comienzos del nacionalismo, antes aún de llamarse con ese nombre.

Diez años más tarde una nueva generación escribe el semanario La Nueva República y redacta las páginas políticas del diario vacuno-conservador La Fronda, que dirige Francisco Uriburu. Este órgano de la oligarquía bonaerense bautizará al presidente Yrigoyen con el mote de “El Peludo” y se convertirá, al concluir el período despreocupado de Alvear, en el más mordiente adversario del caudillo nuevamente en el poder.

Toda la oposición, desde los socialistas, demócratas progresistas o antipersonalistas, hasta la más cerril reacción conservadora, lee cada día la primera página de La Fronda. Allí escriben un puñado de brillantes jóvenes que ya empiezan a llamarse nacionalistas y que el conservadurismo utilizará, en ese momento y luego, para voltear a Yrigoyen.

Los hermanos Laferrere, los Irazusta, Ernesto Palacio, Pico, Padilla y muchos otros escriben feroces sátiras contra el yrigoyenismo y su jefe. Daré un solo ejemplo: en su edición del 10 de mayo de 1929, La Fronda publica el acta textual de matrimonio de los padres de Yrigoyen, donde puede el lector informarse que ambos contrayentes no sabían leer ni escribir. La Fronda titula el documento del siguiente modo: “¡Analfabeto de padre y madre!” Y luego comenta: “¡Analfabeto de padre y madre! ¡Pobrecito! ¿Cómo no lo habíamos sospechado antes? ¡Qué magnifica genealogía para un jefe de República civilizada!”.

Apenas cabe recordar que a Perón no lo trató mejor la oligarquía y que ese mismo nacionalismo de 1930 reapareció en 1955 con su odio intacto hacia el pueblo: sólo habían cambiado los caudillos. Yrigoyen había sido elegido presidente de la nación un año antes por el voto de 800.000 argentinos, contra unos 400.000 de todos sus adversarios coligados. A estos 800.000 votantes, La Fronda los llamaba invariablemente en su primera página “los 800.000 papanatas”.

Los motes injuriosos aplicados al presidente eran múltiples. Rara vez era mencionado por su apellido: el Megaterio, el Fenómeno, el César Pardo, el César Viudal, el Fósil, el Divino Caimán, el Megaterio Plebiscitario, el Cacique, el Peludo Austero, Llorón y Magnánimo, eran los más habituales de la delicada hoja.

El séquito de Yrigoyen, según La Fronda, estaba formado generalmente por la “fauna reparadora” o por “mulatillos malolientes”. El mal gusto de Yrigoyen, el origen desconocido o dudoso o equívoco de sus colaboradores era señalado con malignidad por los nacionalistas de La Fronda, orgullosos de sus apellidos y su sintaxis. Bajo esta burla a veces soez, se adivinaba, sin embargo, una irritación profunda. Un turbador desconcierto invadía el espíritu de estos socios del Jockey Club metidos a libelistas. Esto era fácil de entender.

El fin de una ilusión

La crisis de 1930 se desencadenaba sobre el mundo con un poder devastador. Los países productores de alimentos, como la Argentina, no sólo ven precipitarse la otrora sólida estructura de los precios mundiales, sino que su clase terrateniente pierde la quimera de la Grande Argentina. Su norma de derroche en un mundo de posibilidades ilimitadas se estrellará ante la crisis. Las “ilusiones del Centenario” se desvanecen ante el horror de un mercado internacional que rechaza las carnes pampeanas o las adquiere a precios inferiores a su costo de producción.

Los calaveras que han pasado diez o veinte años de su vida en París regresan precipitadamente a la Argentina ante la desvalorización del peso nacional. Una profunda consternación envuelve a la clase parasitaria por excelencia. Los más sofisticados ocultan su angustia con una ironía a la francesa: “Quelle difference, de París a l’estance!”.

Pero la crisis mundial no sólo pulveriza el ideal lejano de una Europa pacífica y opulenta, sino que reduce a la nada los regímenes políticos democráticos en aquellas naciones que carecen de recursos para sostenerlos. En 1929 el Duce consolida su poder en Italia; en 1933 asume el gobierno Adolf Hitler; en 1934 es dictador de Austria socialista el canciller (Engelbert) Dollfuss. Toda la Europa oriental, con sus monarquías putrefactas, evoluciona hacia regímenes fascistas o semi-fascistas.

Esa marea de antiliberalismo planetario se manifiesta en la Argentina a través del nacionalismo de origen oligárquico a que nos hemos referido. Yrigoyen es responsabilizado de todos los males que aquejan a la República, y con Yrigoyen es enjuiciado el propio régimen representativo: el voto de la chusma constituye la raíz del drama. El ala nacionalista de la vieja oligarquía conservadora repetirá con nuevos argumentos el odio antiyrigoyenista de sus padres.

Sus maestros son (Edmund) Burke, el famoso reaccionario inglés y adversario de la Revolución Francesa, o (Charles) Maurras, que reclama el trono de Francia para coronar al último cretino sobreviviente con sangre real, o el Duce, al que Lugones llamara “admirable” y cuyo programa di Lavoro estudiará (José Félix) Uriburu, el patético espadón del 6 de setiembre.

En la historia argentina, que afirman es la historia de la patria y de sus padres, los nacionalistas encontrarán un prócer en la persona de Tomás de Anchorena, aquel diputado porteño que llamó “cuicos” a los diputados mestizos del Congreso de Tucumán, y otro en Juan Manuel de Rosas, en quien saludarán el espíritu encarnado de la dictadura ganadera como ideal de gobierno.

Pero la consistencia misma del pensamiento nacionalista oligárquico se encontraba en la Europa ultramontana y no en los archivos argentinos. Reflejarán a su modo, como la izquierda cipaya, la otra cara del colonialismo intelectual de la Década Infame.

Dejo a un lado, como es lógico, a muchos nacionalistas “plebeyos”, como José Luis Torres, que combatieron en ese período como patriotas sin sangre azul. Resulta sugerente señalar que un escritor de simpatías nacionalistas, Bruno Jacovella, evocando recientemente estos temas, reafirma bizarramente lo que acabo de explicar. En su escrito, Jacovella dice lo siguiente: “La recepción del pensamiento de Maurras hizo posible una crítica nacional, no meramente ética, del sistema liberal –que Yrigoyen aceptara como algo obvio–, una crítica a la que no tenía derecho el marxismo por su carácter exterior o internacional”.

Aunque sabíamos que los nacionalistas detestan la dialéctica, la lógica formal tampoco parece ser de su agrado. Maurras o Mussolini son tan criollos como Marx y Engels. Pues la cuestión fundamental en cuanto a la izquierda cipaya residía en su impotencia para la aplicabilidad del pensamiento socialista en un país semicolonial, no en la esterilidad del pensamiento mismo. Mientras que en lo que respecta al nacionalismo oligárquico importaba al país un sistema ideológico que si era antihistórico en Europa no podía sino duplicar su carácter monstruoso en un país atrasado, que sólo por medio de la clase trabajadora y del pueblo podía liberarse.

La predilección del nacionalismo aristocrático por las espadas (simétrico el maníaco y abstracto antimilitarismo de la izquierda cipaya), por la autoridad, la policía y el orden medieval –tenían una curiosa idea de lo que fue el turbulento y gozoso Medioevo–, expresaba un nacionalismo contrarrevolucionario, justamente todo lo contrario de lo que exigía la tragedia de un país semicolonial aplastado por la parálisis de su vieja estructura.

Eran los guardianes de un orden antiguo. Aborrecían los tiempos modernos, la industria, la clase obrera, las decisiones mayoritarias, en las que veían un plan infernal.

Virtuosos de la prosa política, cultivaban amorosamente el estilo, hijo de los grandes ocios y de un refinamiento muy fin de época, de época de vacas flacas.

Algunos de ellos proclamaban abiertamente su deseo de ordenar la Argentina bajo la jerarquía monárquica. En la revista Sol y Luna podía leerse: “La voz auténtica de la hispanidad nunca enmudeció del todo en nuestra tierra ni aún en el siglo de los feos coroneles liberales. Y no hablamos de fidelidad al imperio político que fue y puede volver a ser España, sino al imperio espiritual que ha sido siempre, y ahora como nunca” (1939).

foto: Infobae

Defensa de la oligarquía

En un artículo titulado “Defensa de la oligarquía”, Héctor Sáenz y Quesada resumía el pensamiento nacionalista ante el radicalismo y la inmigración: “En el año 1916, por medio de la ley Sáenz Pena, accede al gobierno el aluvión inmigratorio llegado al país después del servicio de vapores con la Europa. El gobierno escapa de las manos de los hispano-argentinos para extenderse a otras razas cuyos apellidos –tan jocosamente comentados en su hora– demuestran la transformación racial más bien que social, llamada ‘radicalismo’. Y es entonces que la descendencia semi-asimilada del inmigrante, que hasta había llegado a olvidar el dialecto ligur o siciliano aprendido en su casa, siente la necesidad de inventar un término despectivo que lo distinga de los desplazados y le confiera –a despecho de la realidad de la sangre– una patente de argentinismo. Y el diccionario le proporciona, con sentido gramatical pero no histórico, la palabra ‘oligarquía’”.

Que las afirmaciones arrogantes de Sáenz no eran broma, lo demostrarán los nacionalistas oligárquicos varias veces y siempre a su costa. Pues sí, en general, padecían de esteticismo, su más cara ambición era modesta: soñaban con ocupar el cargo de consejeros de algún príncipe armado. Esto último era una verdadera estrategia y les resultó ruinosa.

Para no hablar de la actualidad, recordaré que el nacionalismo oligárquico dio impulso a Uriburu, tan solo para comprobar que el general Agustín P. Justo se quedaba con el poder en 1932. Sostuvo inicialmente al general (Pedro Pablo) Ramírez, pero el coronel Perón los apartó enérgicamente de su camino calificándolos de “piantavotos de Felipe II”; rodearon a Lonardi y salieron bruscamente de la escena al aparecer Aramburu.

Tienen la obsesión del asalto al poder y la desgracia de hacer revoluciones para otros. He relatado en el IV tomo de mi libro Revolución y contrarrevolución en la Argentina, las vicisitudes ideológicas y políticas del nacionalismo y no me repetiré aquí.

Al ideal de retorno a una desaparecida edad de oro agraria, se añadía en el nacionalismo oligárquico un notorio desdén por el “cabecita negra” y el peronismo, tal como habían surgido de las entrañas de la historia argentina. Se consideraban a sí mismos como parte medular del “núcleo fundador” y lloraban en su relamida literatura la crisis de una “clase dirigente”.

No se sabe todavía por qué motivo habían adquirido la manía de arrogarse la representación de la Nación, paranoia quizá justificada por la desproporción entre sus ganas de mando y su número.

Algunos de ellos, como los hermanos Irazusta, escribieron una diagnosis exacta de la expoliación británica en el tratado Roca-Runciman, aunque lo hacían desde un ángulo puramente agrarista; otros, contribuyeron a contrabalancear la historia liberal unitaria, cuyas fábulas habían formado a varias generaciones de argentinos nuevos. Pero al antirrosismo de la historia liberal, completamente estéril, opusieron un rosismo liso y llano que recluía el drama argentino en las fronteras de Buenos Aires y su puerto avaro.

En resumen, las izquierdas cipayas eran antirrosistas y anglófilas, y el nacionalismo oligárquico (que también tuvo sus anglófilos) asumía una postura prototalitaria y rosista. Durante la Década Infame todo el país yacía en el cepo de esa falsa opción y se veía impedido de remontar la corriente de la historia nacional para encontrar en ella al nacionalismo democrático y popular del morenismo, de las montoneras, del federalismo de provincias, del yrigoyenismo.

Al condenar a los vástagos de los extranjeros sin linaje hispánico, el nacionalismo oligárquico se colocaba al margen de la Nación, de la Argentina tanto como de América Latina. Rechazaba en realidad la Argentina tal cual ha llegado a ser: una fusión indestructible de la vieja sociedad criolla con los hijos y nietos de la inmigración arraigados definitivamente al país. Del mismo modo, cuando la izquierda cipaya se hacía eco de las invectivas mitristas contra caudillos y montoneros, o de los motes oligárquicos contra los “cabecitas negras”, negaba a la vieja Argentina que había sobrevivido a todas sus derrotas y que resurgía, más fuerte que nunca en los días del 45.

Izquierda cipaya y nacionalismo oligárquico morían en cierto modo ese año, agotaban en esa fecha su significado, pues la sociedad agraria de 1910 había dejado simbólicamente de existir. El nuevo capítulo está por escribirse. Cuando se escriba dirá, sin duda, que en un país que aún no se ha librado del imperialismo no puede haber otro nacionalismo que no sea popular ni otra izquierda que no se defina como nacional.

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